Hay recuerdos que no se proyectan en pantallas, sino en el alma. El Autocine o Cineauto Palermo de la avenida Libertador, en San Cristóbal, fue uno de esos escenarios donde la vida se mezclaba con el celuloide, y donde el ritual de ver una película era también una ceremonia de afectos, silencios compartidos y motores encendidos.
I. El carro como butaca, la noche como telón
Era la década de
los 80. Íbamos en el Ford Granada azul de papá, modelo 86, o en la camioneta
Lariat de mi amigo Germán Delgado. Cada vehículo se convertía en una cápsula
íntima, una sala de cine con ventanas abiertas al cielo tachonado de estrellas.
Para quienes preferían el aire libre, había una fila de sillas frente a la
pantalla, como un guiño a los que querían que el viento también les contara la
historia.
El terreno era
de tierra descubierta, y al llegar, tras comprar los tickets, buscábamos el
ángulo perfecto. La corneta se colocaba junto a la ventana del piloto, y desde
allí, la película se desplegaba con plenitud. No era solo ver: era estar.
II. Cotufas
camufladas y risas discretas
Rara vez comprábamos en el puesto de golosinas. Todo venía camuflado en el carro: cotufas, dulces, alguna bebida. Era parte del juego, del encanto. Recuerdo especialmente Good Morning, Vietnam, con Robin Williams. Su voz atravesaba la corneta y parecía hablarnos directamente, como si entendiera que en ese rincón de Venezuela también se necesitaba humor para sobrevivir.
III. El
ritual del regreso
Al terminar la función, se encendían los motores. El sonido era casi litúrgico: un rugido pausado que anunciaba el regreso a la realidad. La salida era lenta, como si nadie quisiera abandonar del todo aquella plaza de diversión. Los carros formaban un laberinto que se deshacía con paciencia, como si cada uno llevara consigo un pedazo de historia.
El Palermo no
era solo un lugar. Era una forma de estar juntos, de mirar en la misma
dirección, de compartir sin palabras. Hoy, cuando el mundo se proyecta en
pantallas diminutas, recordar ese espacio es también resistir al olvido.
Estimado Robny, que bonito recuerdo me trae leer tu publicación, cuando llegue a San Cristobal por alla en el año 1984 proveniente de tierras falconianas, uno de las visitas placenteras en compañia de mi esposa y los cuñados era venir al Cine Palermo y de verdad era una experiencia única, porque no solo se camuflajeaban las golosinas sino tambien se ocultaban los asistentes entre las piernas de todos, asi nos ahorrabamos el costo de la entrada. Ya hoy solo queda el recuerdo de esa bonita experiencia. Saludos
ResponderEliminarGracias Don Román R. por compartir ese viaje al pasado!
ResponderEliminarEl Cineauto Palermo guarda esas dulces memorias de 1984; no solo de películas, sino de la picardía cómplice y la alegría familiar. Esos pequeños trucos para ahorrar la entrada son la esencia pura de una época. ¡Qué nostalgia tan bella! Aún hoy se siente el eco de esas risas.