Si hubo un lugar
en San Cristóbal durante la década de los 80 que ocupó el primer lugar en mi
mapa emocional, fue la Casa Serizawa, ubicada en la carrera 6 entre calles 7 y 8. No era solo una tienda. Era un santuario.
Un portal hacia el futuro, escondido entre las calles de una ciudad que aún se
debatía entre lo tradicional y lo moderno.
I. Un mundo
dentro de otro mundo
La Casa Serizawa ofrecía mercancía variada, sí, pero lo hacía con una elegancia silenciosa. Electrónica, instrumentos musicales, cámaras fotográficas, lentes, cristalería, juegos de mesa…
Todo dispuesto con precisión, como si cada objeto tuviera una
misión que cumplir en nuestras vidas. Era un mundo de adelantos tecnológicos al
alcance de la mano, y cada visita era una expedición al asombro.
Los pasillos
estaban impregnados de una atmósfera distinta. No era solo el olor a cartón
nuevo o a plástico recién desempacado. Era la presencia misma de la tecnología,
como si los objetos respiraran una promesa de futuro.
II. El respeto como norma
En la caja,
siempre japoneses. Serios, sobrios, impecables. La sola expresión de sus
rostros bastaba para entender que allí no se pedían rebajas. Todo era de
calidad. Todo tenía un valor que no se negociaba, porque detrás de cada
producto había una ética, una cultura, una forma de entender el mundo.
III. Kodak,
Casio y el ajedrez como rito
Cuando queríamos
comprar una nueva cámara fotográfica, sabíamos que las mejores opciones —Kodak
o Fuji— estaban allí. Si el deseo era un reloj digital Casio, con cronómetro de
milisegundos, no había otra tienda en mente. Y si la búsqueda era por juegos de
mesa como Pictionary, Tabú, un dominó o un buen tablero de ajedrez, la Casa
Serizawa respondía con generosidad.
Cada compra era
más que una transacción. Era una iniciación. Un paso hacia la adultez
tecnológica que empezaba a instalarse en los hogares de San Cristóbal.
IV. Un templo sin incienso, pero con circuitos
La Casa Serizawa
fue, para muchos de nosotros, una especie de templo sagrado. No tenía altares
ni velas, pero sí vitrinas que brillaban con la promesa de lo nuevo. Allí
empezaron a aparecer las necesidades tecnológicas, no como caprichos, sino como
señales de que el mundo estaba cambiando, y nosotros con él.
Solo con la historia narrada de un pueblo, se conseguirá la fama de sus pobladores.
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