Hay domingos que no se olvidan. No por la fecha, sino por el olor a cloro, el sol sobre la espalda, y la risa compartida entre compañeros de cuadra. En los años 80, el Círculo Militar de San Cristóbal, ubicado en la urbanización Mérida cerca de la unidad vecinal, era más que una instalación recreativa: era un santuario de infancia, camaradería y libertad.
I. Camino a
pie, mochila al hombro
II. El bohío
como base, la piscina como universo
Al llegar, la
piscina me parecía inmensa. Elegíamos un bohío para refugiarnos del sol y dejar
nuestras pertenencias. Luego, las duchas: el primer contacto con el agua, como
una antesala al ritual mayor. De allí, directo al azul.
III. Bowling
al final, aunque no fuera lo mío
IV. El
regreso con olor a cloro
Ya caída la
noche, emprendíamos el regreso. El cuerpo cansado, la piel tibia, y esa
sensación a cloro que se quedaba impregnada en la memoria, como una firma
invisible que decía: “Hoy fuimos felices”.
V. El circulo
militar un vínculo afectivo.
El Círculo
Militar era el lazo invisible que nos conectaba con la Guardia Nacional, con
las Fuerzas Armadas. Pero de niños, ese vínculo no se tejía con uniformes ni
con bandas marciales. Se tejía en silencio, entre risas y clavados, en el azul
profundo de la piscina, donde aprendimos que también se puede pertenecer desde
el juego, la amistad y el agua compartida.
El Círculo Militar no era solo una piscina. Era un espejo donde se reflejaban nuestras infancias, nuestras risas, y el privilegio de crecer acompañados. Hoy, al recordarlo, no solo evoco el agua: evoco el tiempo, la amistad, y el ritual de ser parte de algo más grande que uno mismo.
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